lunes, julio 16, 2007

De la noche en que por más que intenté no pude quedarme callado

Llovía mucho pero estábamos dentro del bus. Habíamos bebido demasiado y ella decía que habíamos cogido el bus equivocado. Yo le pedía que se callase y le decía que en un momento más llegaríamos a su casa. Yo no sabía dónde vivía pero conocía el lugar porque ella me lo había dicho antes de subir al bus, que yo, con mil copas encima, supe que nos llevaría. Yo creo que a ella se le había pasado toda la borrachera y todo lo que se le había pasado a ella se me había subido a mí, así que trataba de no hablar porque sabía que la iba a cagar. Al dar la vuelta el bus para cruzar el puente que separa la ciudad de los suburbios ella se sintió más tranquila porque estuvo segura, por fin, que íbamos para su casa. Me cogió la mano y me dijo, o más bien me susurró, gracias. Yo seguía sin hablar más por miedo que por ganas. No podía volverlo a hacer, no podía discutir con ella, no le iba a decir lo mucho que la quería otra vez porque habíamos quedado como amigos. Era el último bus y ella lo sabía. Yo la dejaría en casa y esperaría el primer metro o cogería un taxi, así de borracho y así de miedoso.

Cuando bajamos del bus ella me preguntó que qué iba a hacer, yo le dije te estoy acompañando a tu casa, ¿no? Sí, pero tú cómo te vas a ir. No te preocupes que yo ya veo. No quiero que te quedes por aquí solo. Pero qué dices, no me va a pasar nada. Espera, vamos a ver a qué hora viene el primer bus. Faltan dos horas. Pues esperamos. Vamos para tu casa, por favor. No, ¿ves?, te dije que no me acompañases. Yo cojo un taxi. Pues me voy contigo. Adónde, qué dices, estás loca. Vimos que un taxi paró delante de nosotros y bajó un grupo de amigos, el taxista se quedó mirándonos y nos preguntó si subíamos. Yo la miré. Ella me miró. No hablamos por unos minutos. Después de un rato, cuando ella me dijo lo pesado que era, me di cuenta de que el taxista ya no estaba, de que ya no llovía y de que yo estaba un poco mojado. Me di cuenta, también, de que ella había perdido casi todo el rimel y las sombras de sus ojos, y que el colorete que llevaba en los labios ya no era de ese color rojo profundo que deseé comerme en toda la fiesta.

Bueno, si te quieres quedar hazlo pero no pienso hablarte, estamos a dos cuadras de tu casa y si no te da la gana de ir qué voy a hacer, yo he venido aquí tratando de ser amable, además porque tú no tienes ni idea de cómo llegar a tu casa a estas horas y porque vives en un barrio que solo a ti se te ocurre vivir y que nunca se sabe qué puede pasar, claro, tú siempre con tus tonterías de que no te gusta vivir en el centro, pero a ver qué culpa tengo yo de que sea educado, de que haya ido a buenos colegios, qué culpa tengo yo de que se te haya caído el rimel, de que tu colorete sea barato con todo lo que ganas, es que tú, con casi treinta años, todavía te crees la jipi, mi viejo era jipi, o mi tío, que ahora tienen más de cincuenta años, pero tú, hazme favor, qué crees que porque dijiste que desde ahora somos solo amigos… normal, como quieras, pero después no te hagas la cojuda y me estés toda la fiesta provocando y sacándome a bailar porque tampoco soy un cojudo, y no me importa que no entiendas esta palabra porque yo sí, y porque me he prometido no hablarte, ¿ok?

Estábamos sentados en la estación del bus más triste del planeta más afligido del universo más desconsolado. No pasaba nada, ni siquiera carros o gentes, no llovía después de dos semanas en donde no dejó de caer una sola gota. Era increíble pero no nos mirábamos. No nos movíamos y no sé cómo hacíamos pero tampoco se sentían los respiros, y los latidos, si es que los había, no retumbaban dentro de los pechos. Al final, cuando del cielo salían algunos rayos de luz, ella se levantó. Pude ver una lágrima que se llevaba lo poco del rimel que había quedado porque ella se puso delante de mí. No habló pero me miró con una fijación absoluta. Sentí cómo me odiaba. Luego de pensarlo mucho y con toda la razón del mundo me metió una cachetada. Al reaccionar, me enseñó el reloj y me dijo: en dos minutos viene tu bus, y se fue.

domingo, julio 01, 2007

NY

New York no es gris, sino ploma. Me pregunto cuántas historias de los setenta y de los ochenta habrán nacido en esa ciudad. Una ciudad que con, o sin, el sol, parece no existir. Una cosa irreal dentro de la realidad de sus calles. Un eterno mirar hacia arriba. Cemento por doquier y la sensación de que la vida debajo de nosotros existe gracias al continuo ruido del metro. New York no es grande, sino enorme. Y en cada calle siempre hay algo. Hay una historia que empieza en las caras de las gentes. Se nota que nadie duerme y que a nadie le preocupa otra cosa que no sea New York. Una ciudad que no respira y que, si lo hace, no se da cuenta. Y luego el mar, los trenes, los taxis y ese humo que toda mi vida vi en las películas y me preguntaba por qué salía del piso, pues también estaba allí, tan humo como siempre. Es la ciudad espectáculo, es tiendas y Starbucks. Son colas interminables y luego, cuando logras terminar de hacer una, ves el Central Park.

El Central Park no es un parque, sino un mundo. Al verlo tan lejos de todo, tan calmado y ver su inmensidad te preguntas de dónde salió esto. No le molesta nada. Nada le fastidia, descansa y deja descansar. Es inoportuno, pero está bien que lo sea. Tiene la vista más grande de todas y un alaguna tan inmensa que te atrapa los ojos. La gente corre en sus caminos. Lo rodea pero no lo mira de frente. Y estás allí parado en medio del verde, la bulla desaparece y te preguntas cómo hace para ser tan sordo cuando fuera de él hay quince millones de personas tratando de adelantarse en una cola. El Central Park no ronca cuando duerme. No apaga la luz y tampoco se tapa. No, no es como el MoMA.

El MoMA no es un museo, sino una persona. Una persona que está sentada con lo brazos abiertos. Una persona con muchas caras y de diferentes colores. Una persona muy alta que reúne a todos nosotros pero no es ninguno. Y te preguntas cómo puede haber tanta genialidad junta en una sola persona. Porque cuando el MoMA habla lo hace para todos. Porque cuando llora, todos lloramos. Y viceversa. Y luego ves mucha obra de arte. Y más obras de arte. Y más. Y si quieres puedes quedarte con él. Él, que con nuestra imaginación juega.


New York es esa calle con números y casas con nombre. Ese suspiro. con smog Ese respiro inquieto. Esos policías tan azules. Ese café muy caliente y con sacarina. Ese hot dog de un dólar que cuesta tres... Cuando New York se acuesta, nosotros también.