Estaba leyendo un libro y en eso
cuando alzo la mirada para ver qué pasa, dónde estoy y por qué se mueve todo,
veo en un mapa que está delante de mí que estoy en Bogotá. Cierro
el libro nervioso y no me lo puedo creer. No sé qué hago aquí y por qué he
venido. Sudo, me retuerzo en el lugar donde estoy y siento cosquillas en los
pies. Me rasco la cabeza, intento no gritar, no correr, no crear un caos en un
lugar aparentemente tranquilo.
Trato de abrir el libro pero las
letras de Mikhail Bulgakov no me dicen nada, no me atrapan por más que venía
leyéndolo todos los últimos días de este mes que me está llenando de sorpresas.
Respiro hondo y sí, estoy en Bogotá, no hay dudas, no es un sueño, no es mi
imaginación que me vuelve a jugar una mala pasada, no, estoy realmente aquí, en
carne y hueso. Trato de evitarlo pero es inútil e indudablemente pienso en ella.
La conexión es inmediata y recuerdo sus frases. Recuerdo esa voz melodiosa que
solía tener con un acento tan extaño para mí que repetía siempre la palabra
“pilas” y nunca supe qué significaba. Qué pesado este tipejo, dirán ofuscados
los pobres lectores de este blog, siempre tiene que recordar y recordar, repetirán
jalándote las mechas o dándose cabezasos en el muro, acaso, no tiene otra cosa
que hacer que no sea recordar, preguntarán con razón y vehemencia.
No, lo siento, no puedo evitar
recordar. Por eso sudé cuando me di cuenta dónde estaba, por eso me retorcí,
por eso me puse nervioso y sentí cosquilleos. Por eso no quise nunca venir aquí
pero ya ven, aquí estoy, en este lugar que me parece transparente, irreal,
lejano. Y la imagino cerca, tratando de ir para todos lados, con los ojos
siempre bien abiertos, muy alertas, odiando el tráfico, o más bien el trancón,
la lluvia, haciendo mil cosas y disfrutando de la oscuridad. Repitiendo con esa
sonrisita que yo solía disfrutar “Bogotá es chévere”. Y trato de observar hacia
los lados para ver si el destino es caritativo conmigo y ella se cruza por este lugar pero
no veo nada, no oigo nada, no siento nada. Me pongo de pie, camino veloz
tratando de encontrar una salida, ignoro las miradas cercanas, las voces que se
oyen a mi lado. Sé que me tengo que ir pero no lo quiero hacer. Sé que aquí no
pinto nada, que nunca va a pasar por mi lado, que la ciudad es demasiado grande y
que las casualidades no existen. Quiero coger un taxi pero aquí no hay ninguno.
Me vuelvo a sentar, bebo un poco
de vino. Me pongo los audífonos que ahora llamo auriculares pero me gusta más
decirles cuffie. Escucho música a todo volumen. Me miento al intentar
convencerme de que mi mente está en blanco. Radiohead. No surprises. Una chica
se pone a mi lado, me pregunta si me pasa algo. No eres tú. No tiene tu voz, tu
acento. No pasa nada, respondo. Me sonríe, puedo ver en ella esa ternura que
poca gente suele esparcir, sin dudas, es una profesional de hacer calmar a las
personas como yo. Me da mi libro, me acomoda el asiento y yo le pregunto dónde
estamos.
-Acabamos de pasar Bogotá- me
responde sin perder la sonrisa y recogiendo la copa vacía que está en la mesita
de la parte trasera del asiento del de adelante.
Doy una vuelta, miro alrededor y
de la nada aparece un avión. Estoy encerrado en uno desde hace infinitas horas.
Abro el libro y siento que por fin puedo seguir leyendo con tranquilidad,
dentro de poco llegaré a Lima.
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