viernes, marzo 23, 2012

Jugueteando

Cogió su lapicero y escribió mi nombre. Yo había soñado con ese momento. Fue como ver una película repetida. Sus letras eran curvadas, parecían dibujos antiguos, elegantes. Seis letras con mi nombre en una hoja que sacó de su cartera sin que yo se lo pidiese. ¿Ves?, me preguntó. Ahora mira, ordenó con una expresión tierna. Me quedé inmóvil mirándola. Vestía una blusa color beige y un pantalón oscuro. Llevaba muchas pulseras plateadas, pendientes de perla y cada pocos segundos se cogía el pelo y lo cambiaba de lado. No está nerviosa, quizás emocionada, pensé. Cogió nuevamente el lapicero y haciendo aspavientos lo movió cerca de mis ojos para al final darle la vuelta. Yo estaba ido, despojado, atontado. Con el lapicero al revés comenzó a borrar mi nombre que antes había escrito con una sutileza única de sus manos. Parecía que aquella película repetida era una de esas románticas con final feliz donde las parejas surcan los mares, montan a caballo o pasean por la orilla de alguna paradisíaca playa. Pero no, estábamos en un taxi por la bulliciosa y desalmada ciudad. Terminó de borrar y mi nombre se fue, desapareció, se hizo humo. Es un lapicero mágico, me dijo. Sonreía, sabía bien que había ganado aquella partida.
Levantó su copa y dijo salud. Salud por esta noche, dijo un poco más alto. El restaurante estaba vacío y los mozos esperaban a que terminásemos para poder cerrar e irse a casa. Vestía un jean celeste algo ceñido, llevaba tacos y una camiseta pequeña. Su sonrisa y sus gestos me hacían inventar historias en mi cabeza y a la vez me retenían cuando quería acercarme más hacia ella. Hacía calor pero llovía, la mayor de las contradicciones ambientales. Solo dos copas, había advertido cuando nos sentamos. A partir de la tercera copa ya no respondo a lo que diga o haga, dijo cuando bebió el último sorbo de la segunda. Tuve ganas de raptarla, de llevármela a algún lugar lejano, pero no me atreví. Su pelo suelto y medio largo de vez en cuando tapaba esos ojos que siempre tenían algo que decir. O que se abrían mucho dejando todo pequeño, ínfimo, chato. Me quedé viendo el libro sobre la mesa de mantel blanco y cuando me lo acercó no supe qué escribir en él. Qué pasa, preguntó, si quieres me voy para que puedas escribirme algo bonito, dijo y se puso de pie para irse lentamente atravesando mesas con dificultad sin darme tiempo a responder. Sentado solo, ante tantos mozos observándome y con mucha azúcar, limón y pisco en el cerebro, traté de elaborar algo coherente que me fue imposible, había vuelto a perder contra ella.
Me miró y se rió. Por qué caminas así, preguntó. Caminaba delante de mí. Podía ver su vestido negro con algunas flores y su inmenso bolso. Había mucha gente alrededor y yo me sentía perdido en una ciudad llena, abarrotada, atestada. Tienes miedo, preguntó irónicamente haciéndome buuuuu muy cerca y estirando sus manos como cuando se asusta a un niño. Quise besarla. No, le respondí serio. La seguía detrás porque no se podía caminar debido a toda la gente, los buses; y a veces me daban ganas de gritar, quería ser yo el que estuviese delante pero era ella quien conocía mejor el camino hacia ninguna parte. Cuando llegamos a un parque nos sentamos en una fría banca y contó historias, leyó, habló por teléfono, hizo discursos sobre fútbol, leyes, ortografía, cocina, economía, religión, sexo, música, alcohol y literatura. Yo fui mudo, tácito, oclusivo. Aburrido, predecible, bobo. Vámonos, ordenó. El viaje que parecía eterno había terminado. Sabía que no me volvería a ver, y así como una noche aparecí iba a desaparecer. Se despidió de mí y las últimas palabras las dijo cabizbaja y tratando de darle sentido a unas palabras insonoras. Se notaba nerviosa, intranquila, inquieta. Esta vez, le había tocado perder.

No hay comentarios: